“Tú me enseñas beisbol y yo te enseño relatividad… no, no debemos. Tú aprenderas relatividad mucho más rápido de lo que yo aprendería beisbol”.
Albert Einstein en el viejo Yankee Stadium
Siempre que leo o escucho la palabra “clásico”, inmediatamente mi cerebro produce la imagen de un auto vintage, rojo con blanco, descapotable, tipo MG, de esos a los que se podría subir de un sólo brinco El Santo, en cualquiera de las películas donde salvaba al mundo mundial.
Cuando la escucho precedida por el artículo “él” pienso en una sola cosa: la Serie Mundial de Beisbol… sí, El Clásico de Otoño.
Y es que el deporte de las inteligencias ocupa mi cerebro. El Rey de los Deportes, ese que apasionaba a Albert Einstein, a quien consideramos el hombre más inteligente que haya pisado este planeta. No hay más, no hay otro tope.
El científico calculó más de un millón de jugadas (combinaciones) posibles en un juego de nueve entradas. He ahí el porqué apasiona y crea magia en quienes pueden hacer un par de movimientos de ajedrez en el tablero conocido como diamante.
No es la simplicidad lo que despierta el interés. No es el enfrentamiento físico directo (como el boxeo, que también me fascina) lo que hace que se despierten las pasiones… es la actividad cerebral.
Si deseo disfrutar de un deporte que me haga gritar, pero no me encienda el cerebro, nada como otro Clásico, aunque pierdan mis Águilas. Pero si deseo tener un goce pleno, es momento de cantar “take me out to the ball game…”
Ojalá todos los meses fueran octubre…
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