Abrí un ojo y sentí que esa no era mi cama. Voltee a la ventana y no estaba en su lugar. Me levanté asustado. En la cama contigua, mi compañero de cuarto de esa temporada. Le desperté con mi tono desesperado.
--¿Dónde estamos wey?
-- ¿Ehhhh?
-- Sí, ¿dónde estamos?
-- En el hotel, ya duérmete… -dijo aún dormido.
-- ¡Ya sé que en el hotel! ¡Y es un Hilton! (dije al ver las cortinas y la alfombra y el papel tapiz) y seguro mañana vamos a la pista… pero… ¿qué ciudad?
Al escuchar eso, prendió la luz de la cabecera, se incorporó y con voz suave, como tranquilizándome, dijo: “Indy… McCoy… es Indianápolis…”
--Ok, ya… ya… ya me acordé… perdón… duérmete…
No dijo más y jamás me preguntó que pasó aquella noche. Me entendía perfecto. Nuestras habitaciones cambiaban cada semana. Siempre era la misma cadena, pero nunca la misma cama. Llegamos a aprendernos la programación de las películas de los aviones, saludábamos a la señora de la tienda de ese aeropuerto que siempre nos sonreía al vernos pasar, y --como en capítulo de Seinfeld-- apostábamos (viendo el monitor) a qué vuelo llegaría primero.
Nos aburrían los tiempos de espera en los aeropuertos y ya teníamos rutinas que nos hacían amenas las esperas. Las sobrecargos nos daban las cobijas antes de pedirlas y entregábamos los documentos antes de que los solicitaran. Contestábamos las preguntas de corrido y ya buscando el equipaje en las bandas.
Aún no salíamos del aeropuerto cuando ya pensábamos en quién nos recibiría en la sala de prensa, si llegaríamos a tiempo de escoger buen lugar o si estaríamos antes de la primera calificación.
Pensaba en el día que tocara de nuevo la ciudadmasgrandeybelladelmundo, no para cambiar ropa, sino para ver si --aunque fueran unos segundos-- ella podría estar en el aeropuerto conmigo.
Durante el vuelo, no pensábamos en cómo nos iría en ese viaje, sino en qué día teníamos que mandar la solicitud de acreditación para el siguiente.
Aprendimos a dormir en un incómodo asiento, a ‘alargar’ los viáticos, los nombres de las hijas del reportero que se sentaba a nuestro lado cada finde y a conocer lugares de noche, cuando todo está cerrado. Ese año aprendí a ‘regatear’ en varios idiomas (algo que hoy ya olvidé) y ella dejó de irme a recibir.
Y aunque todo lo anterior suene a queja, no lo es… al contrario… amábamos eso… lo amamos…
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